Decir que nacimos para sufrir suena un poco fuerte, y no lo digo desde el punto de vista de lo social, de lo económico o de lo político, aunque más de una vez en ese aspecto nos hemos amargado creyendo siempre que en 4 años la historia podría ser diferente, si no lo digo desde lo futbolístico.
Dos copas del mundo no son pocas si ponemos en perspectiva que el que más tiene es Brasil, con 5 estrellas en su escudo, y que después de Alemania e Italia podemos ostentar un cuarto puesto. Qué dos de los mejores jugadores de la historia son argentinos también es para destacar. Pero cuando el fútbol es el motor principal de las alegrías argentinas, ahí sí, dos copas son pocas, y las finales perdidas son heridas que sangran y no dejan ver hasta donde han llegado esos muchachos juzgados por la opinión pública.
El argentino en este deporte es tan sanguíneo que no duda en defenestrar al jugador que llegó a la final y no la gano, y poner en un pedestal a ese mismo cuando levanta una copa, algo así como llorar de bronca, enojarse con su compatriota para que cuando gane amarlo con locura, y decir a “bocajarro” que no hay mejor en el mundo que ese argentino que sufre la presión de ser odiado y amado a la vez.
En esta época los “Centennials” utilizan mucho la palabra tóxico… Tóxica… Y sí, parece que todo apunta que con el fútbol tenemos ese tipo de amor, ese amor que nos hace sufrir, pero que sin él no podríamos vivir.
Argentina, ante un partido chivo frente a Países Bajos, sacó una victoria, si sufrida hasta último minuto. Después de un primer tiempo cerrado, sin ninguno de los dos con ganas de arriesgar nada, apareció Messi, que con su habilidad a la hora de habilitar, Molina embocó su primer gol con la camiseta de la selección y nada menos que en un mundial contra uno de los favoritos europeos. A los 27 minutos del complemento Argentina ganaba 2 a 0 gracias al penal que pateó “la pulga” con la máxima de las frialdades.
“Cocodrilo que se duerme es cartera”, y casi faenan a ese depredador que tenía la semi en su bolsillo. Weghorst primero de cabeza, después por una jugada de ajedrez, le opacó la noche a los albicelestes, que en la prórroga tuvieron que salir a buscar ese gol que los pusiera de nuevo sobre el camino. Sin embargo, con un Países Bajos cerrado, buscando llegar a los tiros del punto penal, no le dio la posibilidad de ampliar el marcador.
Angustiarse hasta el punto de sentirse mal cuando estás tranquilo y de repente te empatan, sumarle la amargura que en la prórroga no se da ese gol tan buscado, al grito desaforado de ese primer penal atajado que como chiquito romero en el 2014, “el dibu” sacó su chapa de gran arquero. Después las lágrimas… Lágrimas que afloran ante cada penal acertado por los argentinos y mal logrado por los ex Holandeses… El barrio que se hace escuchar, y ese amor que sale de las mismísimas entrañas, todo es festejo, correr para afuera, volver a mirar la tele como incrédulo confirmando la realidad, abrazar a ese niño que no sabe muy bien por qué llora de esa manera, y al final sin tantas revoluciones, decir en voz alta lo que los futboleros sentimos… ¡Argentina te amo! … Sin dudas una historia rara de amor, pero amor al fin.