«Me clavó un cuchillo y tuve que volver a aprender a caminar y hablar»: lo dijo Olga Díaz, la argentina que sobrevivió al brutal ataque de su marido y a la que el Estado indemnizará. La mujer fue atacada por su marido en varias oportunidades, pero la última casi murió desangrada.
La última vez, Olga terminó con 5 cuchilladas: en la espalda, cuello, pecho, brazo y antebrazo. Todas las heridas fueron causadas por su marido, Luis Palavecino, con quien estuvo casada durante 36 años.
La mujer, había denunciado estos ataques en varias oportunidades, pero la justicia argentina no la protegió de su violento marido.
Lo lindo de la historia, es ver la fuerza y ganas de seguir viviendo que Díaz tuvo, ya que logro salir adelante y recuperarse tras varios meses de rehabilitación y visitas a hospitales.
Olga, recupero su vida, pero debió comenzar desde cero, ya que tuvo que aprender a caminar, hablar y hasta comer. La justicia argentina, al fin intervino y Palavecino se encuentra preso.
Es el primer caso donde el Estado Argentino debe indemnizar a una mujer víctima de violencia de género, ya que en la mayoría de los casos las víctimas no sobreviven y han pasado por situaciones parecidas, donde denuncian ante los encargados de brindar asistencia y seguridad pública y no reciben la protección necesaria.
La mujer contó que de los 36 años que vivieron juntos “los primeros 20 años viví con una buena persona. Con mis hijos fue un excelente papá. Por eso a mis hijas les cuesta entender lo que pasó, porque no hay nada que reprocharle, pero con mi hijo tuvo enfrentamientos por su decisión sexual, ya que mi hijo es Gay y el nunca tolero esa decisión, ni lo que el sentía. Ahí empezaron los problemas porque él decía que yo lo amparaba, pero ante todo están mis hijos y su felicidad”.
El primer ataque
“En 2002 empecé a sospechar que él estaba viendo a otra persona. La chica con la cual salía tenía 18 años, y el 45. Me llama por teléfono y me dice: «Usted es tonta, ¿no se da cuenta de que él está conmigo? Mi reacción no fue muy buena. Pero cuando le planteé el engaño, las salidas, las infidelidades… y se vio al descubierto, tomó todas mis prendas, el auto y les prendió fuego.
Además me rompió los vidrios de las ventanas, muebles, el microondas, televisores… y todas las cosas de la casa las arrojó a la calle. Mientras tanto llegó la policía, los bomberos, el juez… Y él se fue de la casa.
Con los días traté de ponerme fuerte. Empiezo a ver en qué yo había fallado. Tenemos cuatro hijos, y tal vez por estar educándolos pude haberlo dejado a un lado. Me planteaba todas esas situaciones. «Pensará que no lo quiero», me decía. Me sentía culpable.
Segundo ataque
Pasó el tiempo y él volvió a mostrarse amoroso, una persona correcta. Hasta aceptó ir conmigo a la iglesia, aunque teníamos nuestras diferencias sobre lo que se debía usar o decir de acuerdo a la religión.
Parecía el hombre perfecto, el que cambió, el que Dios había tocado. Muchas veces yo desconfiaba. «¿Hasta cuándo le va durar esto?», pensaba.
Un día, la madre de una chica de la iglesia, también de 18 años, me llamó diciéndome que había tenido relaciones con su hija.
Cuando le planteé que se había terminado, que esta era la segunda vez (que ocurría) y que no había marcha atrás, él me tomó de los brazos y me dijo:
«Si vos me echas, me denuncias o haces cualquier cosa vas dos metros bajo tierra y Antonella (que en entonces tenía 6 años) va a un orfanato. Yo voy a la cárcel, casa y comida no me va a faltar, pero vos no vas a joder a nadie más».
Yo lo único que pensaba era que tenía una hija que criar, porque mi hija mayor ya estaba casada, Esteban ya había terminado la secundaria, y la tercera a los 17 años se embarazó porque no quería saber más nada de la situación y se casó, aunque luego se divorció.
Olga Díaz aguantaba las agresiones para proteger a su hija menor, mientras dormía bajo el mismo techo que su agresor. Hasta que un día se cansó de dormir en el living y le dijo: «¡No va más. Vos pasas a dormir en el living y yo en el dormitorio!. Ahí fue cuando me volvió a amenazar de muerte. Y me dijo -¡Vos me lo volvés a decir y esta noche te cuelgo del ventilador y no me vas a joder nunca más! Y me escupió- le conteste -No me escupas. Yo te estoy tratando bien. No te estoy insultando. Esto ya no va más. Esto hace años que no funciona», le dije y tomé a mis dos nietas que estaban de visita, agarré unas pocas prendas mías y me fui de la casa. Lo hice porque creí que ese día me terminaba matando”.
Fue a casa de su hija y dejó a sus nietas que habían estado viendo toda la discusión anterior, “tenía bronca, odio… El enojo más grande era hacia mí misma por haber permitido todo aquel tiempo que esta persona fuera tomando posición en un lugar que no le correspondía. Me quedé con mi hija unos días, y luego mi hijo me consiguió un hotel, cuando la casa era mía”.
Denuncias
Eran vísperas de fin de año de 2016 y cuando fui a la Oficina de Violencia Doméstica (OVD) para hacer la denuncia, vi tanta gente que decidí dejar pasar las fiestas. El 2 de febrero había quedado con mi hija Antonella en que me iba a traer la ropa que había dejado en la casa. Sonó el timbre de la oficia y era ella, llorando con su bebé. «Mamá, me quiso ahorcar porque te quise traer tu valija», me dijo. En ese momento llamé a la línea de violencia contra la mujer y pregunte dónde me tenía que dirigir para hacer la denuncia.
Yo sabía lo que se venía, pero este hombre no le iba a poner una mano (encima) más a nadie. A nadie. Esa misma tarde, en la OVD había otra vez tanta gente para hacer la denuncia que me atendieron a las dos de la mañana. Cuando me tomaron la denuncia, pasé por las psicólogas y las sociólogas. Y ahí decidieron que el caso salía para un juzgado civil y otro penal, por la amenaza de muerte.
A la mañana siguiente llevé todos los papeles para que el juez diera la orden de la exclusión de la vivienda, y yo pudiera volver. También que me diera la perimetral (restricción de acercamiento a la vivienda), el botón antipánico (para denunciar una agresión). Incluso había pedido una policía en la puerta de mi casa… Pero todo me lo negaron.
«Señora, después de 36 años… ¿qué le va a decir a sus nietos? ¿Que la abuela lo echó de la casa? Pero pobre hombre», me dijo la secretaria del juzgado. Ese momento se me quedó grabado: cómo ella como mujer me miró y me dijo eso. Acto seguido lo llamó por teléfono delante de mí y le dijo: «Su señora está acá para echarlo de la casa. Véngase mañana y hacemos una mediación. Y todo va a quedar bien».
Uno de mis jefes me consiguió un grupo de abogados. Les conté la situación y me aconsejaron que no me presentara (a la mediación del día siguiente), porque si en la Oficia de Violencia Doméstica se determinó que él tenía que abandonar la casa, la custodia y todo lo que yo pedí, ella (la secretaria del juzgado) no podía negarse.
Desde el 2 de febrero hasta el 24 de ese mes hubo muchas idas y vuelta de llevar papeles a los juzgados y volver a pedir audiencias para que se cumpliera lo que la OVD había determinado. Recién el 4 de marzo él fue retirado de la propiedad. Y yo volví a mi casa, pero no me otorgaron los otros pedidos (perimetral, custodia policial), porque vuelve a tocar el mismo juzgado. Y esta mujer no me volvió a dar nada. Solo la exclusión.
El 24 de marzo de 2017, él me atacó. Lo hizo a plena luz del día y en la puerta de mi casa. Lo que recuerdo es que él le pidió a un vecino herramientas y parte de su ropa que había quedado en casa. Hablé con los abogados para ver si se lo podía dar y me dijeron que si había una tercera persona que se lo llevara, no había problema. El vecino aceptó. Entonces preparamos con mi hijo un bolso con las cosas, y cuando estábamos en la vereda ayudando al vecino a cargarlas, él apareció bruscamente, me agarró del cabello, me puso contra la pared y me clavó un cuchillo o un puñal en el cuello. Después me lo clavó en el seno, en el brazo, antebrazo, y en la espalda. Al vecino lo tiró al piso, y mi hijo gritó. Ahora te toca a vos, le dijo a mi hijo. Otro vecino salió y le gritó: ¡No seas loco! ¿Qué estás haciendo!¡No voy a dejar a nadie de testigo!, insistió.
La gente del barrio empezó a salir por el grito de mi hijo. Y yo mientras tanto me estaba desangrando.