No hace más de dos años Martin Scorsese nos trajo su obra maestra absoluta “The Irishman”, interpretada por varios pesos pesados, Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Harvey Keitel entre otros. Si bien la trama principal de la película es sobre unos gángsters y las traiciones, en realidad trata sobre un tema muy particular: el ocaso, la muerte. Justamente, el crepúsculo. Esto partiendo de la base que todos los implicados en el filme son personas que están en la recta final de sus carreras. Carreras que cabe destacar: son impecables y llenas de grandes obras. Podría decirse entonces que son importantes para la historia del séptimo arte en general. Y antes de centrarnos en el tema principal de la columna me gustaría decir una última cosa. En la película otro de sus temas principales es el del estadio del cine en general, algo ¿muerto? Pero con cierta esperanza, con una puerta que queda entreabierta (su plano final).
Antes de sacar conclusiones habría que poner algunos puntos sobre la mesa, y lo más lógico es empezar por la actualidad del cine. Hoy día las carteleras están masivamente invadidas por productos de empresas como Marvel Studios o Disney. Y si nos ponemos no muy meticulosos encontraremos un patrón que se repite en todas sus películas, la misma historia contada una y mil veces pero con distintos personajes, carente de alguna crítica o algo “fuera de lugar”. Teniendo esto en cuenta es cuando salta a la luz algo silencioso como igual de peligroso: los señores de trajes son los que manejan todo el mercado, por ende queda relegado el artista. Es tan simple como fijarse en años pasados cuando las obras maestras aparecían a diestra y siniestra, dominaban las carteleras, sean películas taquilleras o no. Hoy día una obra maestra es toda una extrañeza, ¿y cuál es la característica principal que comparten dichas películas? Que sus autores tienen libertades y el total control de su obra. Pero una vez más, es toda una extrañeza. Los privilegiados son pocos.
El principal problema de todo esto es el simple hecho de que quienes producen solamente ven las películas pura y exclusivamente como un producto, como una fuente de dinero y no una obra de arte. Y aquí yace la diferencia entre entretenimiento y arte. Entre un “lo que sea” y una película. Y no nos confundamos, está bien que sea así, la cuestión se torna más turbia cuando todas estas productoras y plataformas de streaming nos estupidizan de manera silenciosa, algo muy peligroso. Porque la realidad es que lo único que buscan es que uno consuma sin más, y para que esto pase, no deberíamos perder tiempo analizando o pensando una obra después de haberla visto, simplemente quieren que pasen a ver algo más. Y acá el contenido se vuelve más vacío, más banal, y la estupidización masiva hace su aparición. Mientras más complejo, peor es. Desgraciadamente en algún momento la vara dejó de existir y el parámetro se volvió muy bajo.
Pero al fin y al cabo queda en cada uno el tomarse unos minutos para hacer una introspección respecto a lo que acabó de ver o no.
De hecho, últimamente apareció una idea muy peligrosa: entender el cine es para quienes se dedican a ello. Es algo “elitista”. La realidad dista muchísimo de esta idea. El cine es, fue y será quizás uno de los artes más populares que existieron. Películas ultra taquilleras como “Titanic” o “Terminator 2” son muchísimo más que historias de ciencia ficción o romance, mientras que “Avengers” o “Capitán América” son la antítesis absoluta, carecen de un contenido, de un subtexto. Por ende, en algún momento se dejó de pensar demasiado. Será consecuencia de los tiempos en los que vivimos, tan atareados como llenos de ansiedad.
La mortalidad es un concepto que nunca dejará de acomplejarnos. Y es quizás la mayor inquietud
de quien les escribe. Pero gracias a esta idea de perecer, de que todo lo que nos rodea culminará en nada es que quizás nacen las mayores obras de arte de la humanidad. Esa idea de tener que plasmar un sentimiento por momentos tan desolador, para de alguna manera quedar en cierta inmortalidad o tratar de sobrepasar ciertas incongruencias de la vida.
Por ende considero que la mortalidad y el cine sí están directamente ligados, sin duda alguna. Pero seamos francos, es una barbaridad decir que el séptimo arte se encuentra en un estadio de perecimiento. Mirémoslo de ésta manera: desde las antiguas civilizaciones hasta el día de hoy se jugó siempre con la otra cara de la moneda, la inmortalidad. Es la forma en que la espiritualidad hace su aparición para tratar de apaciguar toda esta vorágine que se puede llegar a sentir. Con el cine pasa exactamente lo mismo, está y estará por siempre ahí. Porque al fin y al cabo el cine no es más que un mero reflejo de la realidad plasmado en ficción. Porque los monstruos clásicos (Frankenstein, Dracula, La Momia) no son simplemente películas antiguas de horror. Son una catarsis de la sociedad a la que fueron coetáneas, demostrando inquietudes de su momento. Como así “Psicosis” de Alfred Hitchcock fue la evolución de estas desazones. Cuando los monstruos dejaron de dar miedo, apareció el mayor enemigo del ser humano: el mismo hombre. El enemigo no era más alguien fantástico, un cuento, era nuestro vecino, el tipo común que nos rodeaba. Y así pasó con la historia del cine en general. Para culminar esta idea podemos hablar de “Taxi Driver” de Martin Scorsese. Un filme que si es vista por encima del hombro se trata solamente de una protesta a la guerra de Vietnam, pero si tenemos un poco de detenimiento es una película sobre la soledad, pero también sobre una sociedad totalmente desesperanzada y perdida. Sociedad que alaba mártires que no son más que gente desquiciada y odiosa, Travis (su protagonista, interpretado por Robert De Niro) no es más que la viva imagen del Diablo.
Por cosas como ésta es que el cine jamás dejará de existir, jamás morirá, pero sobre todo por una razón muy en particular: porque sentimos. Y mientras sintamos, el séptimo arte siempre estará ahí, para ayudarnos a sobreponernos a ciertas injusticias o a sentimientos que nos cuestan entender, porque no hay nada mejor que el hecho de afrontar nuestros miedos con una buena obra, nada como sentirnos comprendidos por un rato.
Propongo un ejercicio tan simple como útil: cada vez que se termina de ver una película, cuestionarnos. Hacernos preguntas. “¿Me gustó? Sí, no, ¿por qué?”, “¿De qué trata lo que acabé de ver? ¿Existió un subtexto, me hablaron de algo más o fue simplemente un contenido de entretenimiento?” No dejemos que los señores de traje nos boludeen, que nos hagan pensar menos.
Películas nombradas:
The Irishman, de Martin Scorsese (2019)
Titanic, de James Cameron (1997)
Terminator 2: Judgment Day, de James Cameron (1991)
Avengers, de Joss Whedon (2012)
Capitán América, de Joe Johnston (2011)
Psycho, de Alfred Hitchcock (1960)
Taxi Driver, de Martin Scorsese (1976)